La Pluma Abominable

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Comandante Liwayway: Amanecer carmín

Textos: Valeria Matos (@matosvaleria)
Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)

Sin ellas la historia es incompleta. Ficciones como puentes

Gotas pintaron el adoquín durante años, sangre muerta cayó en suelo profanado. Desabotonó el vestido, necesitaba tiempo para no rasgar el tul. Pronto cambiaría los zapatitos de tacón forrados de satín por botas con casquillo. Desabrochó el collar de perlas por última vez para colocarlo en la cajita de terciopelo. Danza en fuego, llamarada interna azul intensa celeste. La mirada de la joven de veintidós años no era perdida, los pensamientos se encaminaban a cómo formar parte de las filas rebeldes. Su padre pendía de un mástil en el centro del pueblo. Rostro desfigurado, piel quemada, imagen que recordó a un animal de rastro colgado en un gancho frente al aparador. 

A Remedios le gustaba ir a los bailes, no sólo por moverse de un lado a otro de la pista para ser mirada, sino por el ritual que implica el arreglo personal. Vestidos parecidos a flores de seda moradas y verdes, rosas y amarillas. Sentada en el tocador frente al espejo de media luna, pinta el rostro con polvo de arroz y un lápiz labial rojo, cualquier rojo le parece lindo en ella. Antes de cruzar el biombo de su recámara, rosea perfume en cuello y muñecas. Quiere ser diseñadora de moda, también combinar esencias para crear aromas únicos.  Mas nunca se sabe el momento exacto en que el ocaso se desvanece ni cuándo nuestros ojos mirarán una versión diferente de nosotras mismas. 

Zumbidos. Alas transparentes revolotean la carne en descomposición. La tortura no tenía un fin. Crueldad pura. Los japoneses invadieron Filipinas. El padre de Remedios Gómez Paraíso fue alcalde provincial que se rebeló contra los invasores dirigiendo un segmento de la Rebelión Huk, pero lo apresaron y, después de dañar el cuerpo hasta no recordar el último grito, lo exhibieron muerto en la plaza central. Años cuarenta en el mundo...

Remedios poco sabía de los quehaceres militares, pero la furia y la tristeza (que a veces son dos caras de una misma moneda) la guiaron a enlistarse en el equipo médico de la guerrilla anti-japonesa. No le fue suficiente aprender a curar heridos, ni recoger hombres caídos en el campo de batalla mientras les metía los intestinos durante el traslado. De esta manera no sublimó el fuego naciente en vísceras propias. Aprendió a disparar, hacer zanjas, subir y bajar montes arrastrándose en la tierra sin ser vista, a pasar desapercibida entre los muertos y el fango. 

En general, los hombres peleadores, después de ponerlas a prueba, miraban a sus compañeras guerreras como sujetos raros, no como con quienes querían casarse y tener hijos, sino como una suerte de compañeras, aunque asexuadas tal vez, en quienes podían confiar, valientes y que arriesgaban la vida, igual que ellos. Calzadas con botas oscas, vistiendo camisas holgadas, pechos que poco se hacían notar, cabelleras revueltas, piernas tapadas con telas gruesas. En cambio, varias mujeres que se quedaban en casa las miraban como locas, atrevidas que iban al frente en busca de tener sexo con cualquiera, y ese cualquiera podría ser su novio o marido.

¿Cómo se miraban las guerrilleras? Como mujeres con la posibilidad de libertad. Por lo menos así se miraba Remedios: “una de las cosas por las que estoy peleando en este momento es por el derecho a ser yo misma”. Si en el camino aparecía alguno que hiciera comentarios agresivos por ser mujer (porque nunca faltan), no dudaba en romperle los dientes. Se hizo buena en eso también. Fue ascendida pronto a comandante de escuadrón, y después tuvo a  doscientos hombres bajo su mando.  La misión era conseguir armas y suministros a como diera lugar, casi siempre robándolos a comandos japoneses. 

La Batalla de Kamansi hizo famosa a la comandante. Las tropas de la resistencia estaban siendo derrotadas. La orden: emprender retirada. Remedios no la aceptó y ordenó a sus soldados que lucharan hasta el final. Lograron la derrota enemiga. Entre la violencia masculina (ejercer el sometimiento de maneras brutales física y psicológicamente), bien aprendida por ellas, el nombre de pila desapareció para hacerse llamar Comandante Liwayway (Comandante Amanecer o Comandante Ocaso). Los vestidos permanecieron en un baúl junto a las medias y el collar de perlas.

Pero con ella viajó siempre un pintalabios rojo. Antes de la batalla lo pasaba tranquila sobre su boca, debía quedar color lava, cepillaba su cabello; estaba lista para el combate. Son rituales de vida, maneras de ser ella, de ser única en un espacio donde la feminidad aceptada, normativa, se descontextualiza y adquiere significados diversos. El maquillaje lejos de un acto para atraer a los otros, alejado también de la vanidad pura que cubre imperfecciones y resalta bellezas; el maquillaje como un elemento distintivo de individualidad, de no pasar como una más en el pelotón. Ella era La Comandante Amanecer.

Esto es el siglo XXI, ladies. Se trata de seducirnos a nosotras mismas.  

Valeria Matos mezcla realidades de otros tiempos y ficciones a través de la escritura. Tiene el título de Maestra en Estudios de la Mujer de la UAM-Xochimilco y es Licenciada en Historia por el Instituto Cultural Helénico-UNAM. 

Está interesada en el análisis de los procesos históricos y los productos culturales con el objetivo de visibilizar la participación de ellas y la inequidad entre los géneros. A partir de lo anterior, reflexiona sobre el presente. Su tema preferido: la presencia de mujeres. Habla de esto (y por lo tanto de la vida) en el Museo Memoria y Tolerancia, en donde la invitan muchos viernes al año. 

Cuenta con diversas publicaciones, que incluyen Esencia de Líder (2016), bajo el sello Grijalbo, en coautoría con Alejandra Llamas, y ¿Vivir del arte? Sí. El universo del mercado y la valuación de las artes plásticas (2018), en coautoría con Rafael Matos, publicado por Puntal, Fundación Javier Marín. 

Es heredera de la insurrección femenina. Es la molestia del siglo, es feminista.

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