La Pluma Abominable

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Texto: Pía Laborde (@ccandy_flipp)

Ilustración: Julia Reyes (@julitareyes)

julio 2020

hoy le hicieron una transfusión de sangre. entre la cirugía y el drenaje ha perdido una cantidad considerable y ya se le empezó a notar: está débil, sin ánimos, pálido y con niveles clínicos bajos. la enfermera que lo conectó a la bolsa es insoportable y nos urge que cambie el turno. fue brusca al conectarle los electrodos y me dieron ganas de sacarla de las greñas de aquí. poco a poco, florence night-mare-tingale y el resto de la gente que conectaba tubos y prendía máquinas fueron saliendo del cuarto hasta que por fin nos quedamos solos. cerré la puerta y estuvimos en silencio, viendo pasar el tiempo. al cabo de un rato abrió los ojos y me dijo: “qué pasó con ese adagio?”. se refería al adagio un poco mosso del emperador, concierto para piano no. 5 de beethoven. busqué varias versiones y las primeras cuatro fueron equivocadas. “esa no es!” me decía, cada vez más cansado. procurando no ponerme más nerviosa de lo que estaba seguí buscando hasta que por fin, habiendo escuchado apenas unas notas, cerró los ojos, se recostó y dijo “ah, qué maravilla!”. supe que había dado en clavo y regresé satisfecha y orgullosa al sillón. durante lo que pareció una eternidad nos dejamos llevar por herbert von karajan y su conducción. no recuerdo hablerla escuchado antes y ahora nunca la podré olvidar. estuvimos así, entre notas de piano y gotas de sangre, hasta que se quedó dormido. cuando despertó comió un poco de helado de vainilla y me preguntó: “ahora con qué nos vamos a entretener?”.

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supe que lo iban a operar sentada en uno de los escalones del jardín de casa de las brujas. con las chelas abiertas y las brasas listas para una costilla de puerco que prometía ser espectacular, el sábado pintaba para ser memorable. el manjar se llevaba planeando desde la noche anterior y por fin había llegado la hora. sonó mi teléfono y vi su nombre en la pantalla. considerando lo poco que me llama y todo lo acontecido desde el accidente, contesté de inmediato. los siguientes sesenta segundos me cambiaron la vida, de la misma manera que a él -seis semanas antes- sesenta segundos habían cambiado la suya. como suele suceder en éstos momentos, el tiempo se detuvo y de pronto, mientras me recargaba en las piedras y tomaba aire para no desvanecer, lo escuché: crack. el sonido inconfundible y familiar de un corazón que se rompe. llegué al hospital y me recibió en la entrada, portando su clásico look de pants y sudadera gris de eddie bauer, mismos que tiene veinte años de usar y que jamás va a tirar. corrí a abrazarlo y de inmediato me llamaron la atención. “por favor guarde distancia!” me gritó el oficial. caminamos por un pasillo que parecía interminable y tratamos de hacer conversación en el elevador. la última vez que nos vimos fue hace cuatro meses, en la playa, aquel fin de semana cuando el virus se hizo pandemia. guardé silencio durante el viaje de tres pisos y lo escuché repetir los datos del médico, los resultados de la tomografía y el pronóstico de recuperación. en algún momento, entre probabilidades y tratamientos, logré decirle que estaba feliz de verlo. llegamos al consultorio y pasé la siguiente hora frente al joven neurocirujano que había tomado la responsabilidad de realizar la operación. lo escuché mientras me explicaba los detalles del procedimiento, le hice muchas preguntas -unas mucho más gráficas que otras- y me aventé varios chistes, de éxito y prudencia variados, con la intención de asimilar la violencia de palabras como ‘craneotomía’ y ‘trepanación’. recuerdo poco el camino de regreso a casa de las brujas, se me olvida el sabor de la costilla a la parrilla y me deja sedienta la imagen de una cerveza fría. lo único que recuerdo con detalle es que esa noche en posición fetal, con un vacío oscuro, profundo y pegajoso en el alma y con los ojos llenos de lágrimas, volví a escuchar el eco de una vieja herida. una herida que parece no cerrar. mi corazón que se rompe: crack. crack. crack.

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además de la fisioterapia, los ejercicios post-operatorios que debe hacer consisten en recordar el orden de tres palabras (perico, perro, caballo ó peseta, canasta, manzana) y hacer operaciones básicas de matemáticas (restar de 3 en 3, partiendo de 100). las métricas las establece el doctor y son relativamente aleatorias, creadas con el único objetivo de determinar si la confusión del paciente es propia de la recuperación o responde a una nueva lesión cerebral. se recalcó que los resultados específicos de las preguntas no son importantes por el momento. hoy en la mañana le tocó un examen sorpresa y según me contó en la tarde que lo vi, no le fue bien (y por ‘bien’ me refiero a que no pudo restar más de una vez y aunque sabía las palabras, no las dijo en el orden dictado). ambos resultados son índices de que hay sinapsis y se están estableciendo las conexiones correctas. es un pronóstico médico positivo. pero no para él. él está frustrado porque a los cuatro días de una doble craneotomía no puede recordar el exacto orden de seis palabras. él está enojado porque 97 menos 3 no es 93. su frustración es tal que con mucho trabajo y en contra de lo que claramente dice el pizarrón gigante de su habitación, se mueve sin pedir ayuda y me da la espalda. me levanto al baño y de regreso veo sus lágrimas pintadas de coraje. después de un par de días de éste tipo de experiencias extremas aprendí que las distintas reacciones y emociones por las que atraviesa son parte de la reconfiguración de su cerebro y consecuencias normales (y esperadas) de la cirugía que le realizaron. la característica más importante de éstos episodios de apatía y depresión es que son temporales. pasan varios minutos antes de que se mueva para cambiar de posición. cuando por fin lo hace se tarda un largo rato en voltearme a ver. nuestro incómodo silencio se interrumpe por la etiqueta adhesiva que se desprende y cae al suelo, por casi milésima vez el día de hoy, de la bolsa llena de líquido rojo que cuelga de una torre y desemboca en el catéter escondido debajo de la bata blanca y la cobija azul que tapan sus brazos. me levanto a recoger la hoja para pegarla en su sitio y entre gruñidos lo escucho decir “arrêtez feuille!”. se van las horas en uno y mil detalles y como es costumbre durante las tardes veraniegas en la ciudad, cae una tormenta. él se la pierde porque vuelve a darnos la espalda (y por ‘darnos’ me refiero a mi y a la ventana) pero que yo veo de principio a fin desde el tercer piso de ese horrible edificio en santa fe. pasa la lluvia, se arremolinan las nubes y el sol entra al cuarto en pedazos. a lo lejos se ve un cielo azul. ha llegado la hora del relevo y tengo que despedirme. empaco mi maleta y al acercarme a la cama lo descubro, por primera vez en todo el día, con la mirada fija hacia la ventana. “mira”, me dice, “cumulus”.

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dicen que la operación duró ocho horas. para mi fueron más. duró tanto que me dió tiempo de comer tacos de arrachera, beber vino blanco, llorar/reír en un espectro de intensidad muy amplio, hablar por teléfono varias veces, quebrarme inesperadamente -por completo y en lugares extraños- otras más, caminar 200 metros ida y vuelta cada vez que salí a fumar y deambular sola y en silencio por el hospital. recorrí muchas veces los pasillos vacíos y tétricamente iluminados y casi puedo asegurar que los guardias me asignaron un nombre clave (mercurio 7?) para mantenerme vigilada por radio durante mis paseos nocturnos. cuando llegó el momento cúspide de la madrugada, ese que enfría y eriza la piel, decidí regresar a la sala de espera y me acosté en un sillón doble, tapizado en tonos de azul y muy incómodo, leyendo y volviendo a leer la misma página de una novela de laura esquivel. de vez en cuando teníamos noticias desde el quirófano diciendo que todo iba bien, que seguían avanzando. palabras vagas en un momento de necesaria especificidad. su cerebro estaba expuesto pero era el mío el que no podía funcionar. habían pasado poco más de veinticuatro horas desde la plática con el neurocirujano y ahora estábamos ahí, esperando buenas noticias y tomando pésimo café. me tardé en procesar lo que sucedía tanto como tardó la cirugía. recorrí la secuencia de eventos una vez más y maldije aquel choque una vez más. cuando por fin lo vi, una hora después de salir del quirófano y recién llegado a terapia intensiva, estaba discutiendo con el doctor. lo observé en silencio y desde lejos, procurando que él no me viera a mi. miré cómo le gritaba al muchacho que una hora antes le había abierto el cráneo y me quedé ahí parada, llorando al principio y sonriendo poco tiempo después, viendo a ese hombre que se parecía a alguien muy familiar. un ser casi extraño, que como lázaro hace más de dos mil años, se levantaba y andaba.

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el episodio ahora denominado como “psicótico” lo dejó asustado varios días con sus respectivas noches. fue fácil descubrir que el hipnótico que le dieron para calmarse fue directamente responsable de causarle el efecto contrario a lo que se pretendía y hacerlo ver, durante dos horas -que debieron parecer dos mil- imágenes que lo tenían desesperado y tratando de escapar. buscaba irse al campo (los tres únicos árboles del estacionamiento?), quería irse del cuarto y correr hacia la luz blanca (la lámpara del pasillo?). “vámonos de aquí!”, gritaba mientras trataba de levantarse de la cama. “esto es una cárcel!”, repetía furioso al arrancarse los tubos que salían de su cabeza y brazos. acusaba a las enfermeras de “no ser hijas de dios” y no entendía qué clase de hotel era éste. la mañana siguiente se dio cuenta que estaba amarrado. le dijeron que lo habían fijado a la cama para evitar que se resbalara pero dudo que lo haya creído. días después, ya más lúcido y pocos días antes de poder volver a casa, me confesó que aquella noche tuvo otra imagen, otra visión. era menos dramática pero igual de misteriosa: estaba encargado de hacer el proyecto de un club de golf para unos gringos y -como ni una doble craneotomía parece haberle quitado lo obsesivo- el campo tenía que ser perfecto. se acuerda de estar muy preocupado y pendiente de las juntas. con algo de trabajo para unir las ideas con las palabras, pero con la testarudez que lo caracteriza, logró contarme que cuando llegó la hora de diseñar las trampas de agua les dijo a los gringos: “a mí esos charquitos no me importan, estoy en el tercer piso y desde aquí ni se ven”.

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“hace cinco años dudé de la existencia de dios”, dijo, hecho un mar de lágrimas, “pero hoy estoy seguro de que está conmigo”. de nuevo regresaba el tono místico que se empeñaba en teñir cada experiencia relacionada con la operación. ese sábado, una semana después de aquel día que oí como se rompía de nuevo mi corazón, él recordaba que en el siglo XIII santo tomás de aquino se había tardado cinco años en escribir la suma teológica. en algún momento al hablar del quinto argumento -la vía del ser inteligente y del gobierno del mundo- nos reímos del (des)orden del universo. lo oí describir con precisión cómo al inhalar era capaz de visualizar una luz brillante y sanadora que entraba a su cuerpo para luego exhalar y así sacar toda la mierda que se manifestaba en forma de humo sucio y gris. esa tarde de principios de agosto después de la tormenta se quedó callado un largo rato y en una oleada nueva de lágrimas me dijo que su rezo favorito era “hágase tu voluntad”. hoy mientras lo veo levantarse y caminar siento como mi corazón empieza a sanar y por primera vez en mucho tiempo creo reconocer en mi alma eso que -aquellos que dicen que saben- llaman fe.

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Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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