La Pluma Abominable

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¿Violentas? Por supuesto

Por: Alejandra Isibasi (@Alexaisi)
Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)

Hace más de veinte años un cuate uruguayo en una fiesta me dijo que, de todas las mujeres en América Latina, las mexicanas eran “las más cabronas”. ¿Y por qué no habría de ser así? – respondí. En aquél entonces él se refería a las mexicanas con las que había tenido alguna historia sexo-romántica, que en general había terminado mal. Alegaba (así, generalizando) que éramos pasivas agresivas, hipócritas en nuestra sexualidad y cursis. “No todas” recuerdo haber contestado ofendida y con alguna parte del argumento resonando hasta mis huesos. 

Si retomo esta mini conversación prehistórica es porque me parece que el estereotipo de la mujer mexicana ha cambiado en este siglo, lo suficiente, como para ponerlo en la mesa y cuestionarlo. Yo no recuerdo, por ejemplo, que se haya juzgado a las compañeras que ocuparon la Ciudad Universitaria en 1999 de la misma forma en que se ha juzgado a las actuales en marchas, plantones, demostraciones masivas de inconformidad y hartazgo. Y, en muchos casos, somos las mismas, las de hace veinte años y las de hace seis meses en Avenida Reforma, sólo que ahora “somos violentas”. Pasamos de cabronas a violentas. Y vuelvo a preguntar ¿por qué no habría de ser así?

¿En dónde se piensa que las mexicanas hemos aprendido la violencia, sino en México? ¿De dónde se piensa que ha salido tanto resentimiento, una ira desbordada, sino de la convivencia cotidiana con todas las formas de violencia imaginables, incluida la violencia entre mujeres? 

Con el advenimiento de la tercera ola feminista y los discursos emancipadores no han tardado en aparecer los discursos reactivos según los cuales “se han invertido los roles” y ahora las mujeres son las perpetradoras, las odiosas. Y como nos resistimos cada vez más a ser victimizadas, revictimizadas y víctimas a secas, se nos ha pasado del lado del victimario. Así de maniqueo.

Vale señalar que los estereotipos abundan en todos los bandos, de modo que si antes se pensaba que todas mujeres son unas pendejas que no entienden nada, ahora se piensa lo mismo de los hombres. Y que si a las mujeres les acomodaba hacerse las víctimas, ahora los hombres viven en modo víctima también. La mal entendida igualdad ha penetrado la psique nacional en la forma de prejuicios “equitativos” y en esta inversión de roles se proyecta una nueva figura femenina: violenta, sexista, abortera (en contraposición con el padre ausente), impúdica (como contraparte del acosador), sorda.

La violencia “femenina” no se reduce a las filas del feminismo radical, como se dice hasta la náusea, también está en las ladies, las mujeres clasistas y racistas, las violentadoras de hogares, las retrógradas, todas en mayor o menor medida hijas sanas del patriarcado. Allí, en el patriarcado, nos hemos formado, no veo por qué extrañan entonces tanto las formas y los modos.

No hago con esto apología de la violencia. Sólo la señalo cruda y llana. No tenemos por qué escondernos detrás de la construcción que tanto cuesta desmantelar de la mujer dulce, maternal, paciente, aguantadora, pacífica, etcétera, etcétera. Es en efecto terrible el nivel de violencia al que hemos sido orilladas. La madre que reporta a su hija o hijo desaparecido no es escuchada sino hasta que desfigura un retrato de Francisco I. Madero colgado en una institución en pleno centro histórico de la capital del país. La joven que ha sido ene veces manoseada en el transporte público no es escuchada sino hasta que avienta una molotov frente a Bellas Artes. La adolescente que ha sido violada y golpeada en su propio hogar es invisible hasta que desaparece. Y ni así. Ni así se escuchan los gritos.

La sordera institucional y social tampoco afecta solamente a las mujeres. Hombres y mujeres por igual han tomado el Congreso a caballo, se han organizado en autodefensas, han marchado lo mismo de blanco que completamente al desnudo, han sido víctimas de persecución y asesinato por sus ideas, o por solo difundir información de interés público. Hombres y mujeres han sido víctimas de asaltos, secuestros, tortura, extorsión. Hombres y mujeres por igual han tapizado de pintas las paredes, y roto vidrios y vitrinas. Hombres y mujeres en este país abren fosas clandestinas en busca de sus hijas e hijos, enfrentan un mercado laboral precario, injusto, no tienen acceso a sus derechos básicos. Y, con todo, persisten la injusticia y la indolencia. Ser hombre en México implica ser violentado y ser violento. Ser mujer en México, pues también.

No hago apología de la violencia, insisto. Sólo digo que las mujeres somos seres humanos carentes del teflón que se nos exige. Y se nos juzga con una vara poco realista, basada en los prejuicios y estereotipos de género que tanto daño han hecho. Por supuesto que estamos enojadas y desesperadas, si se quiere tanto como los hombres pues. A la mejor hasta más. Pero por alguna extraña razón eso se ve pésimo. Mientras que la violencia ha sido ampliamente normalizada, la violencia de las mujeres se experimenta como anormal. Y eso es lo que denuncio en estas líneas. El trato diferenciado, otra vez.

Yo nunca pensé radicalizarme como lo he hecho. Nunca pensé convertirme en la feminista que soy: a la vez consciente y en la defensa de todas las demás, y llena de resentimientos y con rasgos machistas que entintan mis relaciones y mis pensamientos. No sé si logre resolver esa contradicción intrínseca. Ese es el primer frente de lucha que piso a diario, y tampoco se salva de ser violento a ratos.

Si hay una imagen que aterra al imaginario mexicano es el de La Llorona. La mujer que ha perdido a sus hijos y los llora cada noche. Si tanto terror infunde es porque se sospecha que ella misma los ha matado. Es la víctima que perpetra. Esta podría ser una autorrepresentación de la sociedad mexicana en su conjunto. Si advierto entonces toda la violencia que hemos padecido y de la que somos capaces es para salvarnos –otra vez– de este arquetipo. Violentas (y violentos) sí somos, tanto como cualquier ser humano pueda serlo; pero nada tiene que ver eso con la igualdad sustantiva que demandamos ni con la aspiración genuina de dignidad que nos hermana con tantos y tantas en la actualidad.

Alejandra Isibasi es socióloga, maestra en Estudios Políticos, asesora de desarrollo social y bloguera.

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