Mi carrera literaria (Segunda parte)
Por: Sofía Balbuena (@sofiabalbu)
Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)
1.
Diez años después, volvió a pasarme. En el paréntesis que fue mi vida amorosa durante ese tiempo, tuve parejas monógamas. Frente a ellos ni el embarazo ni la pregunta por la maternidad tuvieron lugar. Había sido amada, profundamente, pero no creo haber amado de vuelta con la misma intensidad. Controlaba la forma en la que participaba en la construcción de los espacios afectivos. Siempre dispuesta a retirarme cuando la cosa perdía brillo, cuando despuntaban los brotes de hastío que surgen con la rutina, cuando el camino compartido adoptaba un recorrido demasiado lineal, parecido al carril de velocidad media de una autopista. Seguía esquivando la normalidad y tenía más claras algunas cuestiones: había alcanzado la certeza de que no quería la carga que viene adherida al vínculo monógamo. No tenía intención de volver a ser la única responsable de la libido de un hombre. Hasta donde yo sé, coger por obligación con tu pareja se parece bastante a una violación.
Es curioso cómo las mujeres criadas en el seno de una familia normativa y prevalente hemos desarrollado la fortaleza para impugnar la estructura que nos dio forma y contenido. Pero, por otro lado, las relaciones abiertas, el amor libre, el poliamor, no eran para mí más que formas elocuentes para designar en un espacio preciso a las mujeres. Descreía de esos campos semánticos difusos que, como se construyen las cárceles, las masculinidades erigen para justificar la necesidad de realizar siempre su deseo. Estaba buscando un lugar en el medio, pero en el mundo en el que me movía no reconocía grietas por donde construir una tercera posición. El espacio que buscaba se abrió para mí cuando conocí a Ruy.
Él viajaba con su pareja y sus amigos para festejar el año nuevo. Yo, con ellos porque estoy sola sobre una patria ajena, pero en el mundo. La primera vez que lo vi fumaba un cigarrillo liado pegado a la puerta de vidrio del aeropuerto de Oporto. Mientras nos movíamos en el metro hasta el centro de la ciudad me concentré en observar los rasgos marcados de su cara, los labios anchos que escondían en la pulpa el relieve disparejo que por debajo imponen sus dientes. Hacía uso del mundo de una forma muy personal. No ocupaba, no imponía, pero se adueñaba. Supe que gustaba de mi cuando en la cena de noche vieja conté un chiste malo y se rió de manera exagerada. Flaca, esbelta, vivo exhibiendo orgullosa mi cuerpo sin redondeces. Me gusto. Sin embargo, sentí vergüenza de gustarle. Su mujer, detenida en una silla a su lado, también lo notó. Ruy también está casado pero claro que tampoco cree en la monogamia.
Todo podría haber empezado mucho antes, pero la primera vez que me manifestó su deseo de dormir conmigo desatendí la propuesta. Traté sus intenciones como se trata a un niño que interrumpe una conversación estimulante entre mayores. Todo el aparato conceptual sobre el que se desplazaba se insinuaba sobre su cuerpo, sobre las formas en las que su masculinidad se recreaba. Se vestía de chica, se tatuaba flores, su mujer esa noche dormía con otro novio. Yo que me había puesto en pedo la noche anterior para festejar mi cumpleaños, no tenía la energía que consideraba necesaria para desnudarme frente a un varón siete años más chico. Había aprendido, con los años y las experiencias, a preservarme. Dije que no. Le ofrecí, en cambio, el sillón. No era que no disfrutara de su compañía, más bien todo lo contrario, pero la decodificación que hice de su propuesta no me conformaba. En la ecuación yo era más un espacio que un cuerpo. Más que el deseo parecía primar su necesidad de refugiarse de la vulnerabilidad a la que lo empujaba, en ciertas ocasiones, su relación principal. Y en mi experiencia como monógama, ya había cumplido con la cuota de consuelo a las masculinidades errantes.
2.
Pero. Tiempo y distancia mediante, el pulso del cuerpo primó frente a la teoría del espacio. Y en el desarrollo del consensuado ejercicio del sexo, se nos fueron colando ciertos trazos de ternura. Como reflejos involuntarios, se fueron amontonando; verlo reír me hacía reír automáticamente. Sacudirle una miga de pan que se le había quedado adherida a la comisura de la boca se transformó en una forma de acariciarlo. Los gestos más chiquitos se erigieron como puentes que usábamos para atravesar el espacio hasta el otro.
El tiempo libre y la ficción verosímil de una adultez no normativa en la calidez de la ciudad de Barcelona nos fue cercando. Todo tenía sentido en el paraíso del exilio auto infringido. El hecho de que tiene pareja y un proyecto de vida por otro costado, suspendían además la posibilidad de normalizarnos. En esta oportunidad, elegí prescindir de los callejones zigzagueantes del lenguaje. Ninguno de los dos tenía claro lo que hacíamos; y sabíamos que manifestar ser dueño de una verdad revelada podía volvérsenos en contra. Aun cuando el filo de las masculinidades suele ser especialmente inclemente con sus detractores varones, Ruy me concedió el espacio que yo buscaba y que había creído que pretendía solo para él. Parece poca cosa, pero resultó ser demasiado.
La primera vez que tuvimos una charla seria, para poner blanco sobre negro los acuerdos de lo que empezaba a ser una relación, le adiviné el susto en los ojos cuando dije que había estado a punto de dejarlo. Todas las veces que le dije que teníamos que hablar se le torció la mueca. En las formas sigilosas en las que por lo general se acomoda, aprendí a interpretar sus descalabros. La risa que había percibido como exagerada mientras despedíamos el año en Lisboa cobraba un sentido nuevo a medida que nos acercábamos a algo parecido a la intimidad. Que si riera más de lo que mi chiste ameritaba era su forma de acercárseme por la llanura. Sin pretensiones, en horizontal. Cuando exagera se le nota todo. Esos momentos los guardo como joyas, porque en esos instantes lo leo como se lee un libro abierto. Con el tiempo llegué a descubrir que si se expande lo hace despacio y casi que en silencio. Así fue creciendo su presencia en mi vida.
El horizonte de la distancia siempre termina por alcanzarse en la cotidianeidad de los exiliados. Un día me contó que pensaba partir de viaje. Faltaba mucho cuando me lo dijo y embutida en una vida que se inventaba día a día, no me percaté del impacto que podía causarme su falta. Las cosas siguieron pasando como venían siendo. Cuando llegó el día de separarnos y su avión partía a la medianoche, a eso de las seis de la tarde, tomé dimensión de que una porción demasiado significativa de mi nueva vida sucedía en la calidez de su compañía. Lo que de verdad me causó tristeza fueron las horas que pasé con él sabiendo que lo iba a extrañar. Quise que se fuera pronto, que ya se hubiese ido y que nunca hubiese estado. No sé extrañar, nunca logro hacerlo con la dignidad que entiendo necesaria y por eso es que nunca extraño a nadie. La noche que volvimos a vernos, tres meses después, volví a quedar embarazada. Como si una parte de nosotros temiera demasiado que la separación volviera a sucedernos, como si pudiera evitársenos retroactivamente el agujero que había dejado en nuestro espacio la distancia.
3.
Mi menstruación contaba ocho días en falta cuando corrí a la farmacia a comprar el test. Un resultado idéntico al que diez años atrás me había enfrentado en el baño del Ministerio de Economía, ahora en un departamento del barrio del Clot. La cuenta entregaba un total de cuatro líneas rosa pálido, otra derrota y van. La verdad es que me sorprendí, pero no esperaba otra cosa.
Le dije que estaba embarazada con un emoticón, fiel a la norma que siempre habíamos hecho valer. Llegó hasta mi casa en menos de veinte minutos. Me abrazó dos de los tres días de espera obligatoria que exige la legalidad española, en los que yo no paraba de llorar. Cuando por fin lo dejé ir me di cuenta que lo retenía a mí lado para evitar enfrentarme a mi proceso. O quizás se me insinuara el reflejo de la pulsión que me había llevado a mi segundo embarazo. Porque en la libertad en la que habíamos decidido compartirnos, igual habíamos encontrado la manera de atarnos el uno al otro para siempre. Es curioso cómo nos ponemos frente a nuestros interrogantes de manera violenta. Como para no darnos la chance de dejarlos sin respuesta. Porque, además, latía en mi útero la pregunta que hacía tiempo bregaba por dominar todos los aspectos de mi vida.
Esta vez no se lo conté a nadie. Lo escondí como un prendedor esconde una mancha en la solapa de una camisa. Dos veces, Sofía, me repetía a mí misma. La mañana del cuarto día, tocó el timbre de mi casa con el desayuno y necesidad de hablar de lo que nos pasaba. Me escuchó y lo escuché y entendí que a él también le dolía. Pero cómo compartir con un varón de 27 años el peso monstruoso de dejar pasar la posibilidad de ser madre a los 33 años. Se nos exige entereza, se espera que las mujeres fuertes nos enfrentemos a ciertas cosas sin que nuestro edificio de ideas ceda ni un solo milímetro. Como si la decisión de no correr atrás de la fantasía de la familia se tomara de una vez y para siempre. No ser madre es algo que se milita todos los días. Y que tiene un peso bien diferente a los 30 que a los 20. Es una afirmación que reclama una negación para ser. Repetirse vale: dos embarazos, y de vuelta, el mismo núcleo de sentido que compone una tesis, se enfrenta a su necesaria negación. Otra vez, la violencia es la partera; un tercer elemento –o quizás cuarto–, que también es el producto, para no hablar de hijos, de un juego de espejos. Nosotras nos regimos por una vara que ponemos en lo alto. Y perder la rienda en el desmadre se vuelve una tentación muy grande. El borde está tan cerca, es tan más fácil enloquecer. Dejar que reine el desorden, la desidia, el espanto. Tener en un puño la humanidad ajena, ser capaz de suprimirla en la marea, hacer fuerza para que la cosa no aclare, para fundir las partes al negro que crece en el espacio que precede al sueño. El cuerpo aguanta, esa es la clave. El cuerpo resuelve lo que a la cabeza se le vuelve indiscernible. Un verdadero peligro porque un segundo aborto para mí podía arrasar con todo lo que el primero había logrado erigir.
Mientras la doctora me preguntaba si estaba segura de querer interrumpirlo, él miraba ausente la pantalla de su celular. Ahí planté bandera y tracé sobre el límite de mi subjetividad una nueva frontera. Porque sí le dolía, nunca le dolería como a mí. Cuando 24 horas después llegó el momento de tomar el misoprostol yo ya había comenzado a sangrar. Él no estaba y decidí no esperarlo. Me metí las cuatro pastillas contra las paredes de la boca. No dolió, no vomité. En la comodidad de mi casa, en mi cama, mirando Friends mientras se sucedían las contracciones, el conjunto vacío de nuestros hijos se desplazó desde mi útero hasta los calzones. Fue un aborto y él llegó cuando lo peor ya había pasado.
El aplomo de la conciencia tambalea cuando dos pueden devenir en tres y yo no soy, además, su relación principal. Lo que hacemos con nuestros cuerpos, usemos o no el lenguaje para definirlo, se enfrenta a su límite cuando el vaivén de dos en movimiento obliga a uno solo de los términos del binomio. La masculinidad puede elegir. La mañana después de mi segundo aborto, Ruy se tomó un bus y se fue a Madrid.
4.
Las formas jurídicas que fueron el escenario de los sucesos hicieron de mis abortos experiencias bien diferenciadas. No es lo mismo Once que Barcelona. Contra toda lógica, la cuenta no entrega un resultado cerrado, la experiencia adquirida no se transforma en hábito. No trabajo en España y, por tanto, no tengo derecho de acceso al sistema de salud pública. Pero el Reino se conoce a sí mismo, sabe qué lugar ocupa en la geopolítica de un mundo que tiende a la supresión no tanto de las fronteras como de las distancias. La migración es una realidad que lleva siglos sucediendo y hay canales para atender a los flujos. Son figuras administrativas singulares: atención sanitaria de segundo orden, pero adherido a los específicamente diseñados, se encuentra la humanidad del personal de servicio que hace mucho tiempo lidia, cara a cara, con los cuerpos.
En la legalidad de un Reino curioso que todavía mantiene no sin dificultades los resortes de un Estado amplio y responsable, el camino del aborto se presenta como un tobogán lubricado. En el centro de salud de la calle Roger de Flor de la ciudad de Barcelona me atendieron al instante en el que consulté por el procedimiento. Me comentaron mis opciones, me preguntaron si ese sería mi primer aborto. Cuando dije que no, que iba por el segundo, me apuntaron de manera obligatoria a una charla sobre salud reproductiva para cuando el asunto hubiese terminado. Me dieron un turno, para tres días después y me inscribieron en el padrón de asistencia. Ni la primera consulta, ni el encuentro con la médica que me facilitó las pastillas, ni la charla obligatoria sobre salud reproductiva, ni los chequeos posteriores al aborto me costaron un solo euro.
En España hay que pensar la decisión de abortar por tres días y tres noches antes de tener que enfrentar la pregunta que te da acceso a la pastilla para interrumpir la gestación en marcha. Ese tiempo de espera que es una obligación que se nos impone, fue el paréntesis que contuvo mi infierno personal. Dejé de fumar y de tomar alcohol. El filo de la pregunta que de verdad tenía que hacerme me ardía. Quizás haya sido la compatibilidad sexual, el grado de confianza que habíamos alcanzado en la exploración de nuestras anatomías o lisa y llanamente, los estertores de nuestra ternura específica. Lo cierto es que con 33 años y el reloj biológico derritiendo su tiempo sobre la evidente fertilidad de mí cuerpo, las partes por el todo me llevaron a proyectar sobre las paredes de mi cuarto barcelonés, escenarios que en el embarazo argentino no habían aparecido.
La tarde de la mañana en la que Ruy se fue a Madrid, vino a visitarme mi prima con su hijita. Frente a Katalina, que con seis meses sonreía dando vueltas sobre la manta con la que cubro el pie de mi cama, me ocupó la tristeza más profunda de la que tengo recuerdos. Me imaginé una hija nuestra, sus rasgos filosos, mis ojos azules y un tono de pelo que fuera un punto de equilibrio entre él y yo. Un resultado integrado, en esta vida, pero en otra circunstancia. Supe que iba a estar mal, pero también que después estaría bien. Porque, contra todo pronóstico y en la más difícil de las circunstancias, había hecho prevalecer la parte de mí que era capaz de amar por sobre esa otra parte que solo quería ser amada. Lo quería como nunca había querido a nadie. No tanto por la intensidad del sentimiento como por la libertad en la que elegía conservarlo.
5.
Es curioso como recién diez años después, un segundo aborto me entregó la posibilidad de decir lo que tengo para decir sobre el primero. Recién se están terminando de definir los términos que nos permiten a nosotras llamar a las cosas por su nombre. La historia, decía el ya no tan joven Marx, se repite primero como tragedia y después como farsa. Un aborto en la ilegalidad y la particular configuración de afectos tristes que me llevaron hasta esa situación eran inenarrables hasta hace poco. Por la parte de la experiencia que habla de mi subjetividad en ese embrollo. Por la cantidad de agresiones de las que me tendría que haber defendido sí me atrevía a hablar del tema en los términos a los que aquí me ciño. Pero la verdadera tragedia radica en la ilegalidad. Claro que también es trágica la violencia que, en forma de vínculo, me llevó hasta el desgarro. Pero sospecho que estos no son fenómenos aislados. Todo tiene que ver con todo: este es el mundo en el que vivimos. Hoy ya hemos llegado al punto de conquistar la certeza de que nuestros cuerpos y las cicatrices que los cruzan son nuestros. La certeza conquistamos y el coraje para afirmarnos en ella. Aun cuando siga haciendo falta recordárselos a aquellos obtusos que todavía creen en que el placer de las mujeres debe ser castigado para que las masculinidades sigan sin atender al espanto que producen. Esa lucha está sucediéndose en este instante, mientras escribo, y ahí es a donde yo quiero asomarme.
A este segundo aborto, que todavía está terminando de suceder, le cabría entonces el calificativo de farsa. Supongo que los diez años en el medio, el paréntesis de la vida sin embarazos que habité, hicieron algo por mí. Un tránsito desde la tragedia a la farsa, un camino que la experiencia allanó constituyéndome en una subjetividad abroquelada sobre su fortaleza. Pero, además, el paraguas del estado de derecho es un alivio y un efectivo limpiador de estigmas. Solo a la luz de la comparación toma dimensión la violencia de que la práctica del aborto esté penada. Que se nos obligue a abortar en el silencio y siempre y cuando tengamos el dinero para hacerlo. Nosotras, las niñas ricas del cono sur. Aquí en España, como extranjera y estudiante, como mujer migrada, mi derecho a decidir qué quería hacer con mi embarazo no deseado, no se ha visto vulnerado. Todos los resortes del Reino me defendieron. Podría decirse que, igual, la historia de mis afectos me ha visto tropezar dos veces con la misma piedra. Yo digo que la legalidad nos permite reparar en las preguntas que de verdad tenemos que hacernos. Después de todo, de toda el agua que hemos visto correr bajo este puente, mientras llueve, una oportunidad de oro para verme a mí misma, revolución mediante, en el espejo que es el otro: lo importante siguen siendo los buenos sentimientos.
No tengo muchas aspiraciones, son más bien pocas, aunque contundentes: quiero dejar aquí plasmada la mayor cuota de verdad a la que puedo aspirar en esta, mi carrera literaria. Desde las llagas de la experiencia y por las manchas intermitentes de sangre que siguen ensuciando mis calzones, desde este útero que tiene pulso propio y es como un corazón y cuenta la historia de dos embarazos y dos abortos, lo único que deseo es proyectar mi voz para sumarla al conjunto de voces que ya resuenan sobre el éter. A ver si así, todas juntas y al mismo tiempo, logramos romper de una vez y para siempre con el pacto infame de silencio al que nos tienen sometidas hace siglos.
Sofía Balbuena es Licenciada en Ciencia Política (UBA), Máster en Creación Literaria (Universidad Pompeu Fabra) y Máster en Literatura Comparada (UAB). Trabajó más de diez años como especialista en gestión y administración del sector público en el Estado Argentino. Se formó como escritora en los talleres de Christian Rodríguez, Carlos Busqued y Flavia Company. Publicó en 2019 Pajarera Naif, su primera novela (La Verónica Cartonera). Desde abril de 2019 trabaja como librera en Lata Peinada.
Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.