Habitando las olas: nombrar el racismo en México

Texto: Jimena Soria (@jimesoria)
Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)


Este texto es quizás una de las razones de existir de este blog, el cual surgió justamente de una discusión en la que, en un grupo de WhatsApp, señalé junto con otras compañeras por qué los comentarios sobre cómo se había hecho la publicidad de un producto eran racismo y no “hate”. Creo que esa fue una de las primeras veces que tomé un posicionamiento claro en espacios en los que participo para nombrar el racismo como algo que me cruza el cuerpo. Me acuerdo perfecto que ese día tenía un hoyo en el estómago, coraje y muchísima ansiedad. De ese diálogo y conversación, nacieron muchas cosas, entre ellas, mi compromiso de hablar activamente de racismo, de señalarlo, de hacer público y politizar un proceso en el que llevaba más tiempo: entenderme y nombrarme como una persona racializada y nombrar el racismo que he vivido.

Sin embargo, hablar de este tema públicamente me sigue produciendo el mismo hoyo en el estómago, ganas de llorar y sobre preocupación que esa primera vez. Y escribir esta columna no ha estado exenta de ese sentimiento. Pero mientras yo encontraba el lenguaje para descifrarme, las palabras correctas para expresarme y la forma en la que quería romper mis propios silencios, hay personas cuyas palabras han sido guía, apapacho y aprendizaje. Como los episodios de Afrochingonas, las columnas de Yásnaya Aguilar, el taller de “Los discursos de odio se ponen blancos” de Azúcar Morena, este hilo de Jessica Marjane, el diálogo y la lectura a una versión previa de este texto de Sandra Martínez y los contenidos de Racismo Mx. A todes elles gracias porque como bien dice Jessica: es hora de romper el silencio sobre el racismo. Y yo agrego: es indispensable hacerlo colectivamente desde la diversidad de experiencias de las personas indígenas, afroamericanas y racializadas y hablar de cómo esa experiencia está entrecruzada con muchas otras identidades y experiencias de vida.

No sé exactamente cuándo me di cuenta que el color de mi piel era diferente al de la mayoría de las personas con las que crecí. Pero sí recuerdo perfectamente los comentarios en la infancia sobre lo triste que les parecía que no heredé los ojos verdes de mi abuela o que físicamente no me parecía a las mujeres de mi familia que me criaron. Las burlas constantes sobre mi piel morena y el tamaño y la forma de mi boca. El ir a escuelas privadas pero no parecerme ni físicamente ni en modo de vida a mis compañeras y compañeros. El sentir constantemente que había algo que estaba mal conmigo por no poder defenderme de las burlas y por soportar violencias a costa de aceptación.

El vivir con esas miradas constantes que me han acompañado siempre y que me recuerdan de manera más o menos sutil que por mi apariencia física consideran que no pertenezco a ciertos lugares, que pueden ignorar mi presencia o que debo sentirme siempre en deuda por las oportunidades que recibo. Que no soy lo que quieren o esperaban ver, que preferirían que mi existencia, mi color de piel, mi cuerpo, mi boca y mi voz fueran otras. Con un cuerpo más delgado, unas manos, unos pies, una nariz y una boca más pequeña, con los dientes derechitos y la piel blanca. Con una risa menos escandalosa, ojos más grandes y una presencia más discreta. Con eso que a veces hasta yo misma quisiera ser y tengo que recordarme que no soy y que no tengo que vivir aspirando a serlo. 

También sé que justo por la fusión de identidades que coexisten y complejizan nuestras experiencias, el racismo que yo he experimentado está situado en ser una mujer cisgénero, neurodivergente, que tiene privilegios de clase, que vive en la Ciudad de México y creció en Cancún, que asistió a escuelas privadas y que es parte de espacios privilegiados. Y desde ahí busco hablar de estas experiencias en primera persona, sin generalizar y reconociendo que pese a que mis experiencias han implicado discriminación y exclusión, no han implicado las mismas barreras de acceso o violaciones a los derechos humanos que otras personas indígenas, negras, racializadas y que viven en las periferias enfrentan. Y que es indispensable entender cómo estas vivencias se interrelacionan con otras como la clase social, el sexo, el género, la orientación sexual, la identidad de género, la edad, la lengua, la discapacidad y tantas otras.

Nombrar el racismo como un sistema de opresión y un problema estructural es particularmente complejo en un país en el que se encuentra tan invisibilizado e incluso negado mediante mitos como el del mestizaje. O mediante narrativas como que no hay racismo sino clasismo; que el racismo en México es únicamente experimentado por las personas, comunidades y pueblos indígenas y afrodescendientes; o que las personas negras en México no existen, mientras por 30 años han luchado por su reconocimiento constitucional y sus derechos.

Quizás por esta misma negación es que vemos la discriminación racial, los asesinatos a personas negras y racializadas y los movimientos como Black Lives Matter como algo que ocurre en Estados Unidos y que no tiene ninguna relación con México. Sin embargo, los asesinatos por parte de la policía en Tulum de Victoria, una mujer migrante, morena y precarizada, y en Jalisco de Giovanni, un hombre moreno, precarizado y dedicado a la albañilería, nos recuerdan que pese a que las razas no existen, el racismo como constructo social que jerarquiza socialmente a las personas por su color de piel existe, está institucionalizado en las políticas del Estado y ocasiona, entre muchísimas otras cosas, el asesinato de personas morenas y racializadas en total impunidad. 

Esto se reafirma una y otra vez en estudios que han mostrado que la tez de las personas es una barrera estructural respecto al el nivel de escolaridad, de ingresos mensuales y de probabilidad de movilidad social, que el color de piel es un determinante social en el acceso a oportunidades y que existen afectaciones particulares de la discriminación racial para las mujeres. Sin embargo, la discusión sobre racismo en México pareciera atrapada en una dinámica en la que cada tantos meses volvemos a hablar de cómo el racismo es real, existe y tiene múltiples consecuencias mientras existan otras personas aferradas a esta negación.

Por eso, aunque no coincida por completo, celebro que existan campañas como “Orgullo Prietx” de Racismo Mx que reivindiquen la piel morena apropiándose de términos que han sido usados para denostarnos. Que muestren la urgencia de entender que dentro de prácticas tan cotidianas como el acceso a tiendas departamentales, la ocupación de espacios públicos, los gustos, la atracción hacia otras personas, la representación, la publicidad, la participación en espacios académicos, mediáticos o sociales, entre muchos otros, están presentes innumerables formas de racismo. 
Para mí, este proceso de nombrar el racismo en primera persona ha significado repensar mis posturas sobre el separatismo, la interseccionalidad, el significado de la justicia, las prisiones, los espacios seguros, las relaciones entre mujeres*, la discapacidad, el trabajo sexual, la justicia reproductiva, la justicia ambiental, el nombrarnos feministas, el colonialismo, la meritocracia y muchos más. Leer y escuchar a feministas negras, decoloniales, antirracistas, antipatriarcales. Entender que los espacios de mujeres que en mi historia han sido espacios de construcción y de aprendizaje no necesariamente lo son para todas y todes. Que la lucha antirracista tiene que ser junto con las trabajadoras sexuales, lxs estudiantes normalistas, lxs campesinxs, lxs defensorxs del territorio, lxs defensorxs de derechos humanos, lxs pueblo y comunidades indígenas y afrodescendientes, las personas trans, lxs migrantes y las personas con discapacidad. Que todas las formas de opresión son parte de un mismo sistema que excluye, discrimina y mata y no podemos caer en la trampa de jerarquizar violencias.

Por eso me parece tan importante politizar nuestras experiencias como personas racializadas, indígenas o negras, teorizar, dialogar y entender que no son hechos aislados. Insistir en entender el racismo como “una maquinaria cultural e institucional compuesta por serie de prácticas, actitudes e ideas sobre el valor de las personas que están basadas en la idea de razas y que categorizan a las personas por su apariencia física, su cultura, su forma de vestir y de hablar”, como lo define Mónica Moreno. Y lanzar preguntas para quienes desean deconstruir, o al menos identificar sus propios racismos como: ¿Cómo se ven tus círculos más inmediatos? ¿Qué personas te parecen atractivas? ¿Cómo se ven los espacios en los que te sientes más segura? ¿A qué personas sueles leer y escuchar? ¿Quiénes son las personas que pueden cumplir con las convocatorias que publicas? ¿Estás dispuesta a escuchar cuando personas racializadas te señalen que estás siendo racista o clasista? ¿Estás dispuesta a ceder espacios de poder y abrir espacios para otras y otres? 

Todas, todas y todes necesitamos ser activamente antirracistas y apostar por dejar de reproducir todos los sistemas de opresión. 


Jimena Soria es feminista, antirracista y activista. Tiene experiencia en temas de incidencia social y política y en fortalecimiento de capacidades a organizaciones de la sociedad civil. Es consultora en temas de prevención y atención de las violencias en espacios laborales. Le gustan los perros y el fútbol femenil.

Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura, Chocochips Costura de Estación, dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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