Están las que no

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Por: Sofía Balbuena (@sofiabalbu)

Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)


 Las niñas prodigio, la novela de Sabina Urraca se inicia con un parto. Una desconocida invita a la protagonista a su casa para que vea nacer a su segunda hija. La narradora no tiene hijos y no sabe si los tendrá pero quiere ver el parto y escribir sobre eso. Identifica el alumbramiento como una experiencia fundamental, un evento importante en sí y que, dada la posibilidad, no se quiere perder: “Todos deberíamos ver un parto". Que es un poco como decir mirá el drama a la cara.

La novela ­–que encuentro extraordinaria– se inicia con el relato de la posibilidad del relato de un alumbramiento ajeno. Urraca parece decirnos que si para escribir hay que tener algo que contar siempre se puede echar mano a la maternidad como espacio y al parto como evento para edificar un texto. Me gusta esa pirueta. Me gusta Sabina Urraca. En definitiva los eventos dignos de ser narrados en la escritura de las mujeres tampoco han cambiado tanto aunque sí hayan cambiado los lugares desde donde se los cuenta.

La maternidad sigue siendo un nodo de sentido en la vida de las mujeres y en consecuencia, en nuestras narrativas. Cuando sucede y cuando no sucede. Cuento hijes en plural en casi todas las amigas de mi edad. Hace diez años, las que tenían claro que querían ser madres, ya eran madres o estaban enmarcadas en ese proceso como búsqueda. Las que no sabían, no estaban seguras, las que decían que solo si era un proyecto con alguien, o ya tienen o están intentando. La providencia parece premiar a las que siempre supieron lo que querían y lo persiguieron sin distracciones y a aquellas que tardaron más en decidirse o que alimentaron vidas incompatibles con la maternidad por algún tiempo, pues se les ha hecho cuesta arriba.

Algunas han dispuesto en una pipeta toda la cantidad de óvulos buenos que pudieron juntar a la espera de un horizonte en donde la familia se abra paso. Alguna ha tenido que claudicar con enorme pesar a su deseo de parir porque ni el cuerpo ni la circunstancias la han acompañado. Yo, que con 37 años, cuento dos embarazos no deseados –y abortados, leánse mis columnas anteriores– a veces quisiera ser más joven para que la fertilidad de mi cuerpo pudiera resolverles el problema con una donación.

Me veo como parte de una generación inclinada con mi cuerpo a tomar parte en la discusión. Podría decirse que soy de las que nunca quise pero la verdad es que sí tuve la fantasía de sostener entre los brazos a una persona parecida a mí. En los lapsos breves en los que mis embarazos todavía eran embarazos por momentos me encontraba imaginando como me vería con una panza plena de muchos meses. Pero en el terreno de la acción no flaqueó mi palabra. Los novios que quisieron tener hijes conmigo fueron abandonados. Lo que nunca quise, en definitiva, es tener que pelearme con mi pareja para que se lleve a la chica por ahí para que mis amigas y yo podamos conversar. Otro ejemplo hipotético que tengo en la cabeza. No quiero tener que ocuparme yo de la niña más que el padre. Me llenaría de odio.

Lo que me gusta de la novela de Sabina es que el punto de inicio de la escritura es la vocación de narrar un parto pero el impulso se va diluyendo en las aristas múltiples de la conciencia desplegada de la narradora. Puede que pensar la maternidad sea una cosa muy importante y que ninguna mujer esté exenta de abordar ese dilema en algún momento de su vida. Pero el tiempo fértil del cuerpo sucede muy rápido y a veces mientras vivimos no tenemos espacio para detenernos en esas consideraciones. Hay que trabajar, hay que formarse, forjar una carrera, perseguir las promesas que depositaron sobre nosotras cuando éramos breves niñas y no encontrarlas en nada de lo que nos sostiene y tener que vivir con eso. Esto es igual de importante. Pero también puede que la operación ahí contenida –en Las niñas prodigio– sea todavía más útil: ¿podemos nosotras, las no madres, hablar de ustedes?

Natalia Ginzburg dice en su prólogo a A propósito de las mujeres que lo que nos pasa a nosotras, seamos o no madres, –y que no le pasa a los hombres– es que tendemos a caer en un pozo. El pozo es una figura metafórica para describir la sensación que me ocupa algunos sábados cuando miro mi vida. Ese cuestionamiento que hacemos de nosotras mismas, de nuestro sentido de estar en el mundo. Como si tuviéramos que pedir perdón y permiso todo el tiempo. Las cosas que sentimos que no hacemos bien y como nos castigamos porque no hemos sido criadas para ocuparnos de las cuestiones importantes.

Las niñas prodigio es como estar en la cabeza de una mujer que no revisita su vida sino que te la cuenta. Lo que se deja ver es que hay otras cosas que nos pasan un poco a todas: yo también fui una niña prodigio.

Podría decir aquí que estoy cansada de ver sumarse al catálogo permanente de la librería en la que trabajo libros sobre maternidades “desobedientes” o maternidades deseadas que cuesta concretar o la experiencia de hijas con madres problemáticas que anulan o enturbian el deseo de ser madres. Que celebro a Natalia Ginzburg y a Sabina Urraca porque nos ponen en común desde otros costados. Pero aunque sí celebro a Sabina y a Natalia a verdad es que no estoy tan cansada de los libros que abordan la maternidad. Me molesta encontrármelos porque me pinchan. Veo el valor en el relato de las experiencias en que comparten sus maternidades, y hay algunos libros sobre estas cuestiones que me han emocionado profundamente: La forma en la que Gabriela Wiener engarza alrededor de su embarazo todas las otras formas de amor y vida que la constituyen y cómo nos cuenta que lo que es tiene que encontrar un nuevo espacio en el tránsito. El prisma que Nettel construye en La hija única sobre qué es ser madre. Cómo nos arma un artefacto para pensar y sentir la maternidad a aquellas que no somos madres y probablemente ya no lo seamos. O la escena del parto en A esta hora de la noche de Cecilia Fanti tan visceral y limpio que me hizo saltar las lágrimas.

Hay días en que quisiera tener todavía la edad en donde hubiese podido poner mi cuerpo al servicio de mis amigas que no consiguen ser madres en los términos que desean. Disponer de mi fertilidad en su beneficio. Me duele verlas sufrir pero no es nada más eso. Quisiera no perderme del todo la experiencia. Participar aunque más no fuera lateralmente de esa conversación: no quedarme afuera. Acompañar a mis hermanas, tenderles la mano, llorar con ellas. Otras veces –hoy, por ejemplo– lo que en verdad deseo es que el espacio se abra un poco para que no sienta la obligación de pararme de un lado o del otro del binomio como si esto fuera un Boca-River. Claro que también están las que no quieren tener hijes. Pero es lo que digo: hace diez años esas éramos mayoría y todavía queda un poco de tiempo en el descuento. De las amigas que tengo –y tengo muchas– solo una siempre supo que no quería ser madre, tiene pareja de larga data y nunca se sometió a un tratamiento para intentarlo. Hoy cuenta más de 40 años y no se arrepiente ni revisita la decisión que tomó. Está conforme y es feliz. Se llama Ana Laura y estas letritas son para ella y su fe extraordinaria en nosotras.


Sofía Balbuena es Licenciada en Ciencia Política (UBA), Máster en Creación Literaria (Universidad Pompeu Fabra) y Máster en Literatura Comparada (UAB). Trabajó más de diez años como especialista en gestión y administración del sector público en el Estado Argentino. Se formó como escritora en los talleres de Christian Rodríguez, Carlos Busqued y Flavia Company. Publicó en 2019 Pajarera Naif, su primera novela (La Verónica Cartonera). Desde abril de 2019 trabaja como librera en Lata Peinada.

Julia Reyes Retana es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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