Lápiz Mongol No. 2

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Por: Sofía Balbuena (@sofiabalbu)

Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)

 Acabo de terminar de leer Punto de cruz de Jazmina Barrera. Un libro que encontré precioso, en donde la narradora y protagonista estructura, a través de sus aficiones, aquello que tiene para decir. Es una novela de iniciación o una recapitulación de la iniciación desde la adultez. Me interpelaron en la lectura las citas sobre el acto de bordar y me encontré a gusto paseando a través de la adolescencia de la narradora en la Ciudad de México. Me reconocí en la voz, atravesando las distancias: las campañas de alfabetización, los profesores y las profesoras que se acercaban de más a sus estudiantes, que les proponían sobre la base de una relación asimétrica como es la de profesor y alumna, una ficción de libertad. La figura de López Obrador como un clivaje que separa las aguas y el relato de una violación como un suceso normalizado, en los mismos términos que escuché esto de la boca de mis amigas mexicanas.

 

Hace ya algún tiempo que persigo libros buscando estas apuestas que empiezan como ejercicios y se estructuran en su propios términos, a través de la necesidad única de su voz. Detrás de esta búsqueda se esconde mi propia ambición de construir un libro que estructure a través de mis obsesiones particulares lo que yo tengo para decir. Eso fue lo que más me gustó del libro de Jazmina, que lograra dar con eso que yo quiero hacer en una lengua que no es la mía –el mexicano no es el argentino– pero que siento cercana. Me señalan mis amigas cuando voy a Argentina el uso de palabras raras, me preguntan de dónde las saco y se burlan porque mi lengua ya no es mi lengua, sino una mezcla saturada de palabras que me gustan y fui copiando, como se copian ciertos gestos que nos parecen bellos.

 

Ya me había pasado esto de reconocerme en otros libros. Supongo que a todas nos pasa un poco. Pero el libro que más me ha marcado en este sentido ha sido Bluets de Maggie Nelson. En el libro de Jazmina reconocí también la lectura de Bluets. Quizás haya sido esa semejanza o el hecho de que yo también escribí una novela sobre tres amigas adolescentes, en donde también una de ellas muere. Aunque en mi novela la protagonista se tira a las vías del metro en medio de una especie de rabieta infantil y brutal. Punto de cruz hizo por mí esto de inclinarme hacía mí misma y llevarme a escribir apenas terminé de leer. Incluso mientras lo leía fui tomando notas. ¿Qué más se le puede pedir a un libro?

Pero hubo algo más: Punto de cruz también me trajo de vuelta al archivo que dejé de lado hace un año ya con la traducción de Bluets en la que trabajé durante los días de encierro total en el departamento que compartía en Barcelona.

 

Me gusta contar que me perdí el momento del pánico colectivo en relación a la pandemia. Cuando empezaban a aparecer la cifras preocupantes en las noticias en España, yo me subí a un avión y aterricé 13 horas después en la ciudad de Buenos Aires. Cuando anunciaban que Argentina estaba por cerrar sus fronteras, copiando las medidas que en Europa ya estaban implementadas, me subí al último avión que cruzó el océano desde Buenos Aires hasta Barcelona. Llegué a mi casa, saludé a mis compañeros de piso y mientras ellos se concentraban en armar un rompecabezas de 1000 piezas, yo me encerré en mi cuarto ofuscada porque me aterraba la idea de que no me dejaran salir. Entonces, como para oponer una solución peor a una realidad ya complicada, me encerré más.

 

Ya había leído Bluets, pero durante los primeros días del confinamiento no conseguía concentrarme en nada, ningún libro lograba atraparme, todo me distraía o me cansaba. Así que en un recorrido por los subrayados que se condensaban en un único archivo en mi dispositivo electrónico de lectura, volví a encontrarlo. Empecé por recitar los pasajes que me habían entusiasmado. Sola en mi habitación, en la cama, con la luz tenue del velador, hablando bajito para que mis compañeros no me tomaran por loca.

 

El libro es un conjunto híbrido y preciso, ensamblado en fragmentos entre breves y mínimos que nos trasladan desde la obsesión con el color azul a causa de una ruptura amorosa que ha dejado a la protagonista y narradora, desangelada. Por cómo está construido fue que me entusiasmé con su traducción. Mi inglés no es malo pero tampoco es excelente. El hecho de que pudiera tomar pasajes y llevarlos a mi propia lengua, me parecía posible. Empezó como un juego, algunas citas que me entusiasmaban, una forma de reinterpretar el texto bajo mi prisma particular y el proyecto fue creciendo.

 

No hay ninguna palabra, ninguna letra siquiera que no tenga razón de ser en la composición. Leer Bluets es como sentir lo que la palabra saudade consigna en lengua portuguesa, si una fuera portuguesa o brasileña. Un ejercicio imposible por su propia constitución, porque la forma que Nelson alza en este ensayo o novela o poema largo es única. No tanto por el resultado del ensamblaje en sí sino que por que lo que se compone responde a algo que necesita de su propio cuerpo para ser dicho. Escribo cuerpo y quiero significar todas las acepciones de esta palabra.

 

Mientras lo traducía no sabía todo esto que recién puedo articular muchos meses después. Buscaba en mi propia lengua, en el argentino que conservo pero que voy traicionado con las inflexiones catalanas, castizas y mexicanas que atestiguan mi vida de migrante. Era difícil hacer el ejercicio de trasladar Bluets al español, pero es imposible no reinterpretarlo a la oscuridad de una lengua viva y mutante. Hay pasajes de los que estoy muy orgullosa: elegir escribir verga para hablar del pito porque en la lectura me parecía que lo que la autora buscaba era también imprimir con su propio cuerpo el texto, con la indignidad de un cuerpo atravesado por el deseo. No dejar la hoja pura y a salvo, dejar que se manchara con los flujos de las letras y el sexo. En sus propias palabras: no elegir entre las cosas azules –o hermosas– del mundo y las palabras que las nombran.

 

A medida que avanzaba me armé un esquema de trabajo. Me sentaba, a eso de las cuatro de la tarde, después de las comidas y hacer yoga por zoom, frente a la computadora con una lata de cerveza –o varias– a trasladar lo que leía a un archivo de texto. Tenía reuniones cada dos o tres días con mi amigo Sam, traductor de profesión, a comentar los pasajes sobre los que no estaba segura. A veces la forma de interpretar el texto fluía, conseguía llenar largas páginas y no me concentraba en lo que no me salía y dejaba para después, pasaba a lo siguiente y se me hacía la madrugada y me cubría de mantas para no encender la calefacción que gastaba mucho y haría dormir acalorados a mis compañeros de piso, y seguir escribiendo.

 

Podía sumergirme en el azul por muchas horas, sin sentir la espalda, el cansancio del cuerpo ni los días de encierro. Toda era inmersión y de repente estaba contenta de tener el tiempo para hacer algo así. Le escribí a una amiga editora en Argentina ofreciéndole mi traducción y me respondió que sí. Seguía avanzando, cada vez estaba más entusiasmada. Las piernas inmóviles de la amiga accidentada. El toldo azul que sopla en el viento y que Maggie ve desde la ventana del hotel en el que se encierra a coger con el protagonista del libro. La carta que este guardó largo tiempo sin leer, como un amuleto y el enojo contenido de la narradora cuando escribe que eso no le pareció un gesto romántico: si te escribí una carta era porque tenía algo para decirte.

 

El agente de Maggie respondió, algunas semanas después, que los derechos de Bluets para el mercado de habla hispana ya estaban vendidos. El confinamiento estricto había cedido, ya podíamos salir a pasear, volvíamos de a poco al trabajo. Un año después iba a llegar la traducción oficial del libro a España. En español se llama como en inglés, Bluets. Nunca logré cerrar un acuerdo conmigo misma sobre cómo hubiese traducido el título. Azulejos es la más obvia. A mí me gusta la idea de ponerle Venecitas. Que en Argentina son estos azulejos chiquitos con los que cubren el interior de las piletas –piscinas. Quizás si hubiera llegado antes a él, pienso a veces. Pero luego recuerdo que Isabel Zapata hizo una traducción preciosa, muchos meses antes que yo y tampoco logró publicarla.

 

Montalbetti dice en un poema que me encanta:

 

Ella pregunta como quién quiero escribir

y yo respondo “no sé, como Walcott”.

 

Esa afirmación en la duda en la letra del peruano me hizo ir detrás de Walcott pero a mí no me pasó lo de querer escribir como él. Si alguien me pregunta como quién quiero escribir yo respondo como Nelson. No cualquier libro de Nelson: quisiera haber escrito Bluets. Supongo que un poco lo hice, como Hunter Thompson que tipeó palabra por palabra El Gran Gatsby solo para ver que se sentía escribir –literalmente escribir– una obra maestra.

 

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